Resulta increíble para quienes desde el extranjero,
por ejemplo, observan nuestra realidad política que a 26 años del término de la
Dictadura todavía se mantenga vigente la Constitución de 1980, un texto
“ilegítimo en su origen y en su contenido”, como fuera tildado por los
disidentes del Régimen Militar. Tan inverosímil como que en el año 2005 el
presidente Ricardo Lagos haya pretendido convertirla en su propia carta magna,
después de hacerle algunas modificaciones menores o cosméticas. Hoy, sin
embargo, también hay que asumir como bochornoso el largo proceso constituyente
convocado por la presidenta Bachelet: una verdadera patraña para diferirlas al
o los gobiernos que la sucedan la responsabilidad de dictar un nuevo texto
constitucional.
Se afirma que esta convocatoria ciudadana tendría la intención
de recabar la opinión de los chilenos respecto de este tema y de lo que debería
ser nuestro futuro marco institucional. Propósito que se consumaría mediante la
organización de cabildos y debates a lo largo de todo el país, administrados
por ese conjunto de 216 “facilitadores” u operadores políticos que acopiarían y
sistematizarían las propuestas de una población que en los sucesivos sondeos de
opinión, sin embargo, ha venido expresando por años su demanda por una nueva
Constitución, pero mediante una genuina Asamblea Constituyente, al igual que el
camino recorrido por las más sólidas democracias del mundo. Esto es, con la
elección de un conjunto de ciudadanos encomendados únicamente para redactar un
proyecto constitucional, dentro de plazos claramente establecidos, y que
posteriormente sea refrendada por un plebiscito o consulta popular.
Debemos entender en la decisión de la Jefa de Estado que ésta
renuncia, al menos por ahora, a una Asamblea Constituyente, a cambio de este
proceso consultivo oneroso y engorroso, y que muy difícilmente logre
comprometer la participación masiva de chilenos en un momento tan fatal para la
clase política por las denuncias de corrupción que la afectan tan
transversalmente, y bajo la conducción de un gobierno que ya no concita más
allá de un veinticinco o treinta por ciento de respaldo y confianza popular.
Con el concurso, además, de los partidos políticos que están dentro de las
instituciones más desacreditadas en el país, al igual que los integrantes del
Parlamento, en los cuales algunos quisieran radicar la negociación y definición
del texto definitivo de nuestra Constitución.
Sin embargo, estamos viendo los desacuerdos que al inicio de
este proceso han surgido al interior del llamado Consejo Ciudadano de
Observadores designado por la Presidenta, cuando varios de sus miembros
resienten, ya, que el Gobierno tome decisiones sin consultarlos o hacerlos
oportunamente partícipes, al grado que algunos hablan de una deliberada
“jugarreta” de la Secretaría General de Gobierno por mantenerlos desinformados
de las distintas fases de esta campaña publicitaria de “educación cívica”.
Desestimando, con esta actitud, trabajar de consuno con ellos por el éxito de
esta iniciativa. Para colmo, el propio ex ministro José Miguel Insulza (quien
hoy oficia como agente del Gobierno ante la Corte Internacional de la Haya) ha
expresado que “este proceso de debate no va a llegar demasiado lejos”,
lamentando que el Ejecutivo se tome tanto tiempo en acometer la reforma
constitucional. Expresiones que causaron, por supuesto, el júbilo inmediato de
la Derecha opositora.
Lo que se teme, ahora, es que los nombres de este Consejo sólo
sean utilizados para darle “legitimidad” y solvencia a un proceso que no lleva
la intención de entregarle a los ciudadanos la responsabilidad de definir y
aprobar democráticamente una Carta Fundamental, al grado que ya dos de sus
miembros decidieron marginarse de esta instancia y otros estén considerando
también esta posibilidad. Se sospecha, asimismo, que todo se trate más bien de
una estratagema para promover la participación de los chilenos en los próximos
comicios municipales, cuando se teme que la gran mayoría ciudadana decida
abstenerse en protesta por la seguidilla de escándalos de la política y la
crisis de sus instituciones.
En este sentido, es muy probable que quienes aceptaron formar
parte de este Consejo Ciudadano pecaran de incautos y puedan, ahora, estar
sirviendo a la voluntad de aquellos políticos dispuestos solo a consentir con
algunas modificaciones a la actual Carta Magna o, movidos francamente por el
ánimo de desbaratar otra vez cualquier cambio a lo que tenemos y heredamos de
la dictadura, aunque con algunos otros retoques.
Cuando los propios convocantes de La Moneda a este proceso
constituyente se muestran cotidiana y celosamente tan dispuestos a respetar la
Constitución vigente y aplicar la Ley Antiterrorista, incluso, para combatir a
nuestro principal pueblo originario que, por cierto, no tiene hasta ahora
reconocimiento constitucional a su identidad y existencia. O cuando desde las
bancadas de la derecha y del oficialismo todos se muestran tan dispuestos a
recurrir al Tribunal Constitucional para que éste decida sobre el destino de
algunas leyes aprobadas por el Congreso Nacional. Entidad cuya existencia
vulnera el espíritu democrático al entregarle poder, autoridad y jurisdicción a
un conjunto de jueces designados y cuoteados políticamente. Asumidos, por lo
demás, como entidad rectora de nuestra institucionalidad por encima de la
autoridad de los otros poderes del estado.
Felizmente los integrantes ya desencantados de este Consejo de
Observadores empiezan a rendirse a la posibilidad de estar sirviendo como
instrumentos para una nueva dilación de una promesa política incumplida por más
de un cuarto de siglo y seis gobiernos. Además de prestarse para que este
proceso jamás culmine en una Asamblea Constituyente y siga postergando una
nueva y democrática Carta Fundamental. O para que ésta, finalmente, resulte
definida o “cocinada” por las cúpulas políticas.
Mejor sería que los que estén verdaderamente animados a realizar un proceso realmente republicano para
el logro de una nueva Constitución se incorporen a las múltiples instituciones
de hecho que abogan en todo el país por una Asamblea Constituyente
democráticamente elegida y que sea soberana como independiente en ofrecernos
una propuesta que sea enseguida legitimada por los ciudadanos y no por quienes
adolecen de la más mínima solvencia moral. Encantados, además, con el modelo
económico y social consagrado por la Constitución de 1980, como con su estado
subsidiario y de graves máculas autoritarias.
FUENTE: http://radio.uchile.cl/2016/04/14/los-despropositos-del-proceso-constituyente
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